Domingo a la mañana

Abro un ojo. A esta altura del año ya no puedo adivinar la hora porque el sol invade las habitaciones desde bien tempranito. Sólo sé que no es muy tarde y sé que está despejado.

Me doy media vuelta (mi otro ojo sigue negado a despertarse así que permanece cerrado) y me topo con unos rulos que me nublan un poco la vista. Con ayuda de mi mano izquierda despejo mi visión y mi ojo hace foco en el campanario de enfrente. El sonido de aleteos se hace presente. Una decena de pájaros sobrevuelan y se posan en esa cúpula maltratada.

Algo se mueve a mi alrededor. Hago foco más cerca y veo que los rulos se mueven y dejan ver un rostro barbudo. Con mi mano izquierda acaricio la barba, como si la rascara (cosa que siempre me gustó hacer). El dueño de la barba abre un ojo (mi segundo ojo se despertó resignado hace rato ya) me mira y trata inútilmente de abrir el segundo. Yo vuelvo a posar mi vista en el campanario mientras mi mano derecha sigue rascando la barba y su dueño sigue en la lucha por abrir ambos ojos.

Convencida de que es demasiado temprano y que hay que seguir durmiendo dejo de mirar al campanario. Dejo de escuchar a los pájaros. Dejo de rascar la barba y mi mano derecha se posa en los ojos de mi acompañante, como para ayudarlo a que desista en su lucha por abrir ambos ojos y siga durmiendo (no opone demasiada resistencia). Finalmente cierro los ojos y vuelvo a mi posición original mientras mi mente es invadida por sueños que nunca recordaré.