mediodía de un viernes

Se sienta en uno de los bancos de la plaza Houssay. Acomoda su mochila y su campera a su lado mientras mira a su compañera que hace lo mismo con sus cosas. Inicia su almuerzo que, a esta altura del año, ya es cun clásico: tarta de zapallo y queso acompañada de una villa del sur levité de pomelo.
Mira a su alrededor mientras conversa sobre temas sin tanta importancia, esos temas que te hacen conocer los detalles de la otra persona, las opiniones, las reacciones, etc. El Sol le pega de lleno y por eso no siente el frío, aunque a veces unas ráfagas le hacen recordar que el invierno todavía está presente en su vida.
Termina de comer y tira la cabeza para atrás. Cierra los ojos. De fondo se escucha música: en algún sector de la plaza hay personas tocando instrumentos no muy convencionales (todo esto lo deduce de lo que escucha mientras mantiene los ojos cerrados e intenta concentrarse para identificar algo de todo ese sonido). Las palomas vuelan a través de la plaza, puede escuchar el aleteo.
No abre los ojos, no quiere hacerlo. Porque si abre los ojos el tiempo va a seguir corriendo y va a tener que seguir con su día facultativo. Los cierra con fuerza pero la obligación llama, siempre llama. Abre los ojos y mira el reloj: es hora de volver a la realidad. Se levanta, codea a su compañía para informarle que ya es la hora, se abriga, carga la mochila en su hombro derecho y se larga a caminar. Antes de cruzar la calle Paraguay mira hacia el edificio de su facultad: cada vez que mira para arriba y ve la inmensidad del lugar algo se estremece en su interior. Baja la mirada, se fija que no pase ningún auto mientras cruza y entra. Entra a su realidad.