domingo a la tarde.

Sentada en mi escritorio rodeada por mis cosas escribo y escribo en mi cuadrerno que por estas alturas ya es una extensión de mi.
Sentada mirando (mientras pienso y escribo) lo que hay pegado en ese pedacito de pared que no está ocupado por los estantes del mueble. Mirando todas esas entradas que fui pegando ni bien volvía de algún recital. Muchas cosas repetidas, muchos recuerdos. Cada entrada es un recuerdo distinto, pero los protagonistas son siempre los mismos (tanto en el escenario como a mi lado escuchando y viendo).
Sentada acá pensando que ya voy a tener que despegar cada uno de esos papeles, pensando también que destino tomarán una vez que empiecen los arreglos en mi pieza.
Sentada acá entre apuntes y libros que no quiero leer justo ahora por varios motivos: porque es domingo, porque es la hora de merendar y papá está yendo a buscar facturas, porque después de que mi domingo se viera alterado por el sangrado de mi nariz no me dan ganas de nada, porque el día de ayer fue demasiado feliz, porque no quiero estudiar y punto.
Sentada acá haciendo garabatos en un papel cualquiera mientras mamá me cuenta las novedades de mi familia de Córdoba y pensando en ellos también, pensando que todo era más simple cuando era chica, que la gente antes no peleaba tanto (o por lo menos yo no lo notaba).
Sentada en mi habitación, en mi silla, en mi escritorio, escribiendo en mi cuaderno cosas sólo por escribir, sólo porque me gusta, sólo para acompañar a Juan Ravioli que suena de fondo, sólo para hacer tiempo hasta que papá llegue con las facturas.
Llegó.