Y ahí están. Tan extraños, tan desconectados, tan irreales. Miro la imagen y lo único que se me pasa por la mente es que esa imagen está armada. Se ve tan poco natural, tan forzado. En todos lados hay rastros de que no fue su idea, de que por sus mentes no pasó ni por un instante el deseo de tomarse de las manos, de entrelazar sus dedos (es más, creo que ni siquiera están entrelazados).
Y yo los miro, miro esa foto, miro sus caras, miro esas manos unidas pero a la vez tan alejadas, tan a miles de kilómetros una de la otra. Las miro y en mi interior algo se estremece. Algo se mueve. Es esa vieja sensación que ya a estas alturas vive en mi. No, sensación no, deseo. El deseo de no terminar así, de no llegar al punto de no escucharse, de no entenderse. Al punto de no recordar por qué siguen juntos. De no recordar qué era lo que los hacía elegirse día tras día.
Y dejo de mirar esa foto para mirarlos en vivo y en directo. Sus ojos desconectados, casi sin brillo. Sus sonrisas ocultas detrás de unos labios apretados. De unos labios que se abren para dejar salir palabras llenas de resentimiento, de cansancio, de desentendimiento.
Y yo ahí escuchando cosas que no quiero oir. Viendo cosas que no quiero (ni debería) ver. Y toda esa información se me acerca, me rodea, me envuelve, me invade y me hace pensar que no quiero terminar así. Sin brillo en los ojos y con la sonrisa tapada detrás de mis labios que expresan resignación.
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